jueves, 27 de enero de 2011

convivencia (con el gato de Schrödinger)


Sin embargo los gatos y su instantáneo glamour, su esencia ciudadana.

Un gato viejo pasa la noche bajo los coches;
es del tipo atigrado, de pelaje claro, blanco y naranja,
y flamantes bigotes que disfrazan cicatrices de mil contiendas infrahumanas,
de un tipo agradable, fotogénico, guapo;
se acurruca al calor mortecino de los motores apagados
y los pocos que advierten su coloquial figura
mientras se apresuran camino del trabajo
lo miran con envidia no exenta de fatal resignación

(es el gato de Schrödinger, que a veces nunca está cuando miramos).

En la ciudad conviven los seres que lo son
y las almas perdidas de los que fueron alguien:
los gatos con los peces y las personas níveas, también las máquinas.
Olores que se mezclan con aromas y dan como resultado atávicos perfumes,
sonidos ingredientes y sonidos básicos forjando un exquisito pandemónium,
líneas gruesas que fluyen y líneas indecisas que refrendan un estilo vulgar.

El pobre pide limosna al lado del estanco con un moretón en la cara;
los clientes entran y salen con urgencia del establecimiento,
ajenos por completo a la desoladora estampa,
solo algunos viandantes animan con deportividad su escuálido balance
y casi aplauden su hermosa representación del éxito;
él da las gracias con urbanidad cuando escucha el tintineo de los céntimos
y, al hacerlo, levanta la cabeza exhibiendo su marca de campo de concentración.

La herida es fea y prevalece en el tiempo,
como si alguien se dedicara a pegarle un puñetazo todos los días en el mismo sitio
(los no fumadores cambian de acera,
las madres porque interrumpe el paso del cochecito del niño,
los niños porque da miedo verle,
en general, la gente se describe en la trayectoria de su paso).

Sin embargo, el gato araña un papel de periódico, se come un titular incandescente,
y una paloma gris desciende de su tejado favorito parafraseando el cielo.

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