lunes, 29 de agosto de 2011

toda bestia


La bestia es un viral.
Tiene tamaño: unos tres metros de alto.
Escala árboles y se cuelga del techo como araña o murciélago. Brinca.
Doce como ella arrasan el hemisferio.

La primera de sus leyes impone la conservación de la ferocidad,
la segunda se refiere a la aleatoriedad del desenfreno brutal,
la tercera sugiere un límite a la frialdad de los actos criminales.

Las chicas la ven de lejos y ella se enorgullece de su aspecto.
El poeta no la ve (se la imagina).
Y vaya si la ven los policías, pero se hacen los tontos.
El carnicero la sitúa hurgando en el contenedor,
el taxista, haciendo autostop, extendido el pulgar de uña prodigiosa.

Niños en el parque se rasguñan y sangran.
La bestia olfatea la sangre a tres mil kilómetros de distancia -más o menos-,
controla el rastro tenue a través de plásticos océanos.

La bestia fuma Marlboro y odia a su nebulosa familia
(también a sus familias de ustedes, sin ningún problema).
Se aparece en algunos cumpleaños del abuelo,
cuando los niños ya se han ido a la cama
y los adultos tratan de ridiculizarse mutuamente,
pero no suele ser vista, porque apenas es sombra.

Disculpen. Es corajuda, la bestia. Displicente.
Enemiga de la luz solar, de baja entropía,
se mofa, sin embargo, del candil inseguro del poeta;
a sus ojos, la luminosidad del arte es pura anarquía cósmica,
azar.

Antes de sucumbir a la condición cruel de su especie,
toda bestia ha conocido de primera mano la impotencia humana.

Toda bestia ha sido engendrada por el hombre.

lunes, 8 de agosto de 2011

sin éxtasis


Un salto en el decálogo.
Los hombres caen como las hojas del álamo,
como castañas pilongas con chaleco antibalas,
como las hojas del álamo al llegar el otoño.

Algunos hombres deben decir muchas verdades para ocultar una sola mentira;
así que se persignan y dicen la verdad: en otoño caen las hojas de los árboles.

La vida es una estafa, desde que somos fruto
de un ajuste preciso de las constantes universales
que no responde al designio divino sino a la mera probabilidad.

Lo nuestro es el vacío verdadero.
Venimos de la nada.

De la nada venimos y vamos a su encuentro,
lo que significa que, en realidad, no somos nadie.

No somos nadie, y esa insólita carencia nos aboca a una farsa permanente.
Mentimos siempre, en el amor y el odio, en la entrevista personal,
en el confesionario y en el púlpito.
Y debutamos pronto. Somos enfermos imaginarios de nacimiento.

Proferimos verdades en cascada porque la gente sabe que mentimos siempre,
el mundo sabe que mentimos siempre, incluso cuando ceden las hojas de los árboles.

A menudo todo nos parece ridículo. Lo es.
No hay que darle más vueltas, bastante giran las estrellas, los planetas y la sangre.
El problema es la felicidad, es decir, la cantidad de sufrimiento.
Tampoco el sufrimiento es real, pero acontece.
La felicidad se define por la ausencia de sufrimiento, sin pluses,
sin éxtasis. El nirvana es el mínimo dolor.

Oh, la vida es extraterrestre. No nos pertenece.
Pasamos por ella como ovejitas del sueño,
como pasan las nubes casi todas las tardes.
La vida es insuficiente.
En alguna parte hay otra vida que desconoce la felicidad.

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