martes, 23 de octubre de 2012

a fuerza de quererte


A fuerza de quererte me he querido
y a fuerza de olvidarme te he olvidado,
tal viene a ser el precio del olvido

y tal es el destino de lo amado
cuando comienza, ante el dolor presente,
a darse por vencido lo pasado.

Aguarda, no me quieras imprudente,
espera hasta que sangren las mañanas
heridas de silencio inmensamente.

No es tiempo de besar: faltan las ganas
de ser labio con labio un mismo aliento.
Es tiempo de un silencio de campanas.

Yo tengo la cartuja, tú el convento,
los dos sembramos flores en la tierra,
mas yo recojo flores de cemento

y a ti ninguna rosa se te cierra,
ninguna en el color te decepciona,
ninguna al ofrecerte el alma yerra.

Yo tengo en mi cartuja una casona
alzada sobre el polen de las flores,
tú tienes un convento en tu persona

donde la sangre ahoga sus temores
y la luz convalece de su eterna
enfermedad de raudos estertores.

Aguarda, que la vida se consterna
y, en su consternación, se confabula
con la mediocridad que la gobierna

y, en tanto la gobierna, la regula
con mano firme y código de acero,
discreta compasión, clemencia nula.

Espera, no me quieras insincero,
que apenas la verdad se me demuestra
me oculta su sentido verdadero

tornándose metáfora siniestra
de un cielo degradado en su esperanza
que cierne su aflicción sobre la nuestra.

Es tiempo de faltar, de hacer mudanza,
de hacer realidad la desmemoria
de aquellos breves tiempos de bonanza.

Atiende a mi postrer declinatoria
y deja que el amor en parte sea
juez del alcance de tu moratoria,

¡oh recuerdo mermado por la idea!,
sombra que disminuye y se vacía,
¡Vesubio reducido a chimenea!

Ahora, no me pidas que sonría,
no me pidas poemas ni canciones,
que tengo la garganta un poco fría

y tengo algo de hielo en los pulmones
que no le deja margen a mi boca
para plasmar sus buenas intenciones.

Espera, que la vida se revoca
a un paso de la muerte y estoy cerca
de darle, por la cuenta que me toca,

otra vuelta, la última, de tuerca
a esta existencia mía tan extraña
que no se desanima -vida terca-

aunque se extinga el fuego de la entraña
y se apague en los ojos y en los labios.
No es el tiempo, es la vida la que engaña,

la que ofende y se agota en desagravios
que el tiempo va anotando en su libreta
con el esmero propio de los sabios

y el extremado acento del poeta.
El tiempo, ciertamente, nos abarca,
la vida solamente nos aprieta.

A la huesuda mano de la Parca
y a su guadaña de acerado filo
me opongo con el Arte de Petrarca

y con la incertidumbre de mi estilo,
que no por desdeñar su frío corte
ha de quedar mi espíritu intranquilo.

Aguarda a que mi verso pierda el norte
y gane en contundencia luminosa,
no le exijas que sirva de soporte

a la sorda estructura de la prosa,
estudia su cadencia decisiva
y su temperatura minuciosa.

¿Por qué, como me ha sido toda suerte,
no me ha de ser la oscuridad esquiva,
si en mí la llama eterna de la muerte,
a fuerza de quererte, sigue viva?

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