viernes, 2 de noviembre de 2012

montaña


Ella subió a la montaña.
Ella miró a lo lejos.
Ella vio la ciudad.

La ciudad se extendía como una mancha oscura a los pies del vértigo.
Soweto, con su millón de almas,
parecía amarilla y era color orgullo;
ella vio los neumáticos ardiendo en los callejones.

Dirigió la vista entonces a la gruesa favela
y los niños que jugaban dejaron el balón
para empuñar sus armas automáticas, soldados de fortuna.

Otra vez, a su espalda, estaba la ciudad abierta,
Roma sin luz, entregada a su enfermo Vaticano,
Madrid asolado y frío,
azul, pero en un cielo aparte.

Ella subió a lo lejos.
Ella miró a la montaña.
Ella vio la ciudad bajo la luna,
el gran cañón, alto como un derrocadero,
como un acantilado con sus quinientos metros libres de caída al mar.

La ciudad palpitaba en su memoria:
Nueva York acelerando debajo de sí misma, muriendo en Central Park.

En todas partes, el género humano sobreviviendo a su apatía.
Hace un millón de años
o más tiempo.

Ahora y siempre, ella en la montaña.
De nuevo,
en un extraño fondo, qué ciudad.





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