martes, 1 de enero de 2013

evolución


Desaparecieron las familias;
la humanidad se disolvió como un azucarillo en una taza de café humeante.
Una sopa parecida a la sopa primordial, pero formada de hombres,
mujeres y niños, abarrotó las galerías más recónditas
y las cuevas pobladas de animales salvajes.
Desconocidos disputándose migajas y toldos harapientos,
mujeres invisibles consumiendo sus drogas sintéticas,
jóvenes tratando de recordar qué cosa era el deseo, qué la salvación.

Los ancianos perseguían a los niños que, a veces, se dejaban atrapar,
cansados de huir hacia adelante,
que, a veces, cuando nadie les veía, dejaban de mover sus cuerpecillos trágicos:
ya estaban muertos cuando el viento silbaba su canción de cuna.

Nada de vehículos. Tristemente, las aceras eran toda la calle,
las autopistas caminaban de la mano de una frontera imaginaria,
los puentes eran ríos en sí mismos.

(Qué poca luz.) Y desaparecieron las razas
para dar paso a una raza única de noctámbulos,
seres arrebatados a su dulce genética que soñaban con la brisa del mar.

En el pútrido estanque, los peces echaron dientes de leche a la primera ocasión.
Las ratas avanzaban como un ejército, belicosas y compactas,
pero temían por sus crías.

Llovía con frecuencia inusitada, agua caliente que inundaba los ojos,
quemaba en la garganta y provocaba náuseas a la tierra,
que vomitaba hierba azul cobalto.





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