lunes, 4 de marzo de 2013

cataclismo


Tras un estimulante cataclismo, floreció la virtud.
Cientos de arlequines abarrotaron los parques
reclamando el estatus del bufón con estilo,
sin campanillas deprimentes ni ofensivas bolas,
serios, convertidas sus ordinarias caras en fases
sin encuentro posible con la belleza sufrida
de los huérfanos, ni siquiera con el hondo pesar
de los prudentes. Largas colas de cuadriculados seres
con gorro frigio y lengua viperina, festonearon
las aceras más impías de la ciudad asediada. Sus gritos,
que apenas se escuchaban en el centro real de la urbe,
resonaban con los decibelios justos, sin alcanzar
la potencia mínima que conduce al pretencioso eco.
En las catacumbas, mientras, una canción variaba de sentido,
ilusionaba a los pequeños y traía arrestos al común
de los mortales a base de melodía unitaria, de armonía
sincera, de anarquía vocal. Los cafés también rebosaban
de actividad flagrante, hecha a la turbia medida de los príncipes
aquellos (que no tenían nada que perder); llenos los mostradores,
los pasillos hervían y las mesas brillaban a través del vino derramado,
bailaban en la onda deslizando una imagen corporativa y moderna.
La gente -qué tipo de gente- disertaba a todas horas sus
inquietas soflamas o agitaba falsos estandartes
para sentirse bien con su codicia de una cierta manera impersonal.
Otros pedían limosna como quien pide la mano blanca
de una virgen con la cara inocente de Alicia,
fruncido en sombras su delicado ceño. Los pájaros
besaban la huella aérea de la nieve increada del otoño,
no caída, no derramada, intacta, verificada por un Stradivarius
con las cuerdas pendientes de un hilo dorado.
La ciudad se movía como un bosque secreto, renqueante,
ignorando el cuidadoso llanto de los árboles en llamas
que recordaban su pasado melancólico con un susurro gris
de sus ligeras ramas transmutadas en púrpura ceniza,
tronchadas, desgajadas, arrebatadas a la gloria
divididas en séquitos humildes por un enorme cuadro de Picasso.


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