domingo, 17 de marzo de 2013

como siempre


Tiembla un poco la casa limpia,
como si estuviera cerca de las vías del tren o del ruido intenso
del aeropuerto; se estremece, pequeña -pulcra para sus pies descalzos,
alados y sin puntos débiles-, tirita, agotada de inviernos, y estira su antigua
chimenea, su robusto cuello, buscando hebras de luz, calor de hogar.

La fiebre entra en la casa del espejo. En la pared, el orgulloso óvalo tiene
la suerte de reflejar la vida ajetreada de una hermosa muchacha,
su aceitunado rostro, sus manos hechas de chocolate y fresa, sus ojos vírgenes.
Cuando el aliento se congela, ella enciende la estufa
y la casa da un respingo, vibra enloquecida, cierra las ventanas mejor que antes,
se enjaula, se retrae, contrae sus músculos de acero, tensa sus vigas maestras,
tose un sarpullido de hormigón armado.

Ella brinca y de un salto pone el pie en el techo, golpea los cristales sin estruendo,
danza una pobreza permanente, y su vestido
parece entonces confeccionado con alfileres de oro, que no existe modelo
en este mundo para llevarlo con mayor proyección y agrado, con más estilo.
Digamos que la ropa hace juego con el verso de la casa, el verbo de la casa,
comprensible y honesto, pero alambicado y también sincero, aunque complejo,
diseñado para el arte de la supervivencia.

Saliendo del extraño edificio, a la derecha obra un compás de espera,
una penosa falta de seguridad. La chica gira hacia la izquierda -como siempre-
y da la espalda con gracia a su vivienda ajena.
Un dorado fulgor acompaña su registro diario. A la primera hora,
cuántas palomas saludan su paseo histórico (y los jilgueros avanzan
sus especiales trinos). Ella procede a enamorar al mundo. A su paso, se abre
un panal de corazones. Y todo brilla a la distancia exacta que prospera en sus ojos.





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