miércoles, 22 de mayo de 2013

lo inexistente (al sol)


No existe. No basta la metáfora. Es el domingo antes de un día de fiesta.
La vidriera magnífica en la mañana soleada, un instante de fuego, la llama
titulada dios en su zarza mediática, la que sube hasta el monte ya pasada la roca
de los milagros. Es un día de fiesta antes del martes o lo que dice la televisión,
la serie del momento, la actriz universal atacando un monólogo destructivo,
pero hablando de amor: Jessica -ella- hablando del amor que no le han ofrecido
en el guión; Janina, fantaseando su pequeño olfato de jugadora;
Rosario de perfil estresando sus piernas de papel couché.

De paso, hubo tres hadas madrinas que hacían el amor y no cantaban mal.
Las hadas eran tan jóvenes que parecían las hijas de las hadas madrinas
llegando tarde a casa después de un día de fiesta, con la hierba sonriendo en la mirada,
las rodillas montando un prodigioso escándalo y los ojos pintados de sueño y de dolor.

Cuando en otro escenario se hablaba en blanco y negro,
las niñas juguetearon y jugaban a algo diferente que se llamaba de color
y se llenaba de rimas. Cuando aquí glosábamos a los poetas antiguos,
ellas disfrutaban de una meridiana claridad y componían odas bastardas
a sus padres ausentes mientras arrancaban el coche robado con alevosía.
Aquí encallábamos en la guitarra maldita y ellas no se desenganchaban del bajo,
lograban una base de ritmo desquiciante y productiva, los arreglos informales del genio,
la sensación de estar construyendo un futuro en adelante, hacia adelante,
no hacia el pasado remoto y la manida historia de los triunfadores sin brillo.

Mas, no... No existe y es bastante decirlo y corearlo con ganas. La metáfora se atasca,
se rebasa a sí misma y se deplora, no compite, no es capaz de competir
con la realidad de un baile demasiado redondo. Precisamente, se hablaba del amor,
aquella luna pintada de creativo fósforo. Los niños merendaban y luego
se bañaban en el río, lejos de las pozos, sin que se les cortase la sagrada digestión.
El sol se arracimaba y, de pronto, se vestía de novio y reclamaba un espejo.
Así.

Rosario se movía tan despacio que no había una cámara en el mundo,
cocinaba su plato delicado, democrático, pero tenía un soplo pegado al corazón
(que no era cierto, que era solamente un truco para el amor o para inspirar confianza,
para reír de amor y confiar en los domingos que preceden a un día tranquilo sin trabajo
que hacer). Ah, pero las otras dos tenían sus nombres Jessica, Janina, no eran sus nombres.
Eran tres hadas madrinas, tres muchachas de raza que bailaban de carrerilla
y sonaban en francés o en un idioma excelso, en el idioma de la tierra que palpita y cruje,
del epitafio que se menea con soltura. Había una chiquilla en su trabajo, Ildikó, tan bella
y tan distinta como un nuevo destino, casi tan extranjera como un beso (largo) bajo
una sombrilla azul más claro, un beso exótico en una playa atenta al vértigo del mar.

Eran las hadas limpias sabor a chocolate, fresas que eran así humeantes y perfectas,
vestidas para el día siguiente, coleccionables, indivisibles, auténticas sin parecer felices,
propietarias de una ética del cuerpo y una estética libre de tortura. Oh, hermosas
como cisnes conseguidos, clareados, cisnes de cuello alegre y azarosa pluma,
rematando el arte del milenio, dando testimonio y clase, protagonizándose
mejor que las actrices de los días de fiesta y las alfombras carmesíes
con sus trajes plisados al vapor. Chicas fáciles de arrebatar al tiempo,
fáciles de seguir por las calles del barrio; chicas en movimiento fácil,
hermanas en la pureza de sus nombres y en la pureza exacta de su verbo,
lindas, de inmaculadas piernas y sombreros flexibles. Ellas casi idénticas
a la sufrida camarera que acecha su lugar en el teatro, a la esbelta muchacha
que sale de la fábrica a las ocho y busca un compromiso en su agenda vacía,
la tierna prostituta aficionada al crack y las novelas de terror.
Tan distintas de la gravedad sin figura de las amas de casa y sus familias,
tan distintas del héroe moderno y su nostalgia.

Hubo un momento al sol, un momento de sol perdidamente enamorado.
Y nadie lo llamaba soledad.

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