viernes, 3 de mayo de 2013

sin permiso


Y construyó su casa con un millón de ladrillos y una sensación de orgullo.
Sin permiso.

En el tejado una bandera tricolor,
por el aire una bandera blanca.
Las ventanas a veces tragaluces y a menudo troneras, ventanucos
para atisbar la calle abarrotada de animales sin dueño.

Por la noche, la casa parecía un faro oscurecido
y hasta su puerta se acercaban los marineros rasos a discutir sus notas
de la mar lejana.

Ella, por supuesto, bendecía a los niños,
sanaba a los enfermos
y poseía un singular decoro para restituir la calma al cielo borrascoso.
Disputaba a los ángeles su condición altruista (o su altura);
buena samaritana,
vestía un hábito consagrado al olvido y unas zapatillas air jordan
-distraídas en una tienda del centro-
que convertían su trepidante carrera en una maravilla moderna.


            Y no necesitaba pararrayos, ni paraguas, ni sombrilla, ni un pañuelo:
simplemente, las inclemencias del tiempo evitaban cruzarse en su camino.
Podía pasar por debajo de una escalera y mirarle a los ojos a un gato azabache,
rompía espejos a patadas y derramaba sal como si no esperase
nefastas consecuencias. Pecaba en confianza, con fruición:
nada enturbiaba su santidad presunta,
pues hablaba con dios y de él obtenía su poder curativo,
su verbo extático.

Nunca estaba en casa, salvo cuando alguien llamaba al timbre,
que entonces siempre estaba dispuesta a no contestar
o a pasar la noche en vela charlando mientras durase la hierba.

Desde el primer piso, (se) veía un ancho párrafo de vida,
algo más arriba los ojos alcanzaban las olas del océano infinito
que no podían verse pero sonaban a martillazos de rap.

Una mañana, después de haberle devuelto la voz a un ciego,
hilvanó un discurso irracional (sermoneando)
que fue retransmitido en directo por todos los pájaros carpinteros del lugar.

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