viernes, 19 de julio de 2013

camuflaje


¡Oh, bajo el árbol de Hockney!
-más profundo que Constable-,
erguido en la inmensidad de la hierba,
¿qué seres de otro mundo no habitarán la quietud de su enramada?

Impresionado hacia su vía ácida, está conforme el árbol
con la muchacha que burla los secretos (una intrusa),
y se permite el vuelo de un insecto.

El árbol en sí ocupa muchos cuadros, contando lianas
y pequeños brotes. Abundan los colores
en contraste con la piel que parece un retrato
y es un rostro minucioso y tan físico
como aquel contoneo que apreciaban los pájaros
desaparecidos.

La chica no habla por el móvil. No habla. Permanece
en un silencio acústico lleno de rigurosos trinos ocultos
que riman con las sombras. El pincel, en el suelo, fuera de foco,
muestra su gama lógica, el eco de una risa
desatada junto al hierro de la fuente,
en medio de una soledad que no admite impostura,
la oscuridad en ciernes que investiga la tarde luminosa.

Entre la rubia profusión del césped, en un inesperado lienzo,
el pie callado y nada pálido
destaca por su nueva claridad, la brevedad inexplicable
del paso que no alcanza a disputarle al tiempo.

El pintor ha ensayado el camuflaje, y ha desfallecido;
la muchacha está ahí, bajo el árbol de tronco literario,
su árbol edificando el prado,
con un libro entre las manos vacías
y una expresión ausente, como si estuviera leyendo un cuento
de Tobias Wolff.

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