martes, 23 de julio de 2013

el socorrido caso de la mascota desaparecida


Al amanecer, entra en el parque a cuatro patas
y se yergue. A lo lejos alguien cree haber visto un perro de tamaño irresponsable,
pero sigue mirando y ya no lo ve más.

Las cortezas de árbol son alimento
de baja calidad, aunque no tienen mal sabor, le saben como a leche condensada
(que no ha probado nunca). La hierba, sin embargo, tiene un regusto agrio
a nodriza en paro que no le satisface lo más mínimo, la hierba es solo
para dejar sus huellas indeterminadas, para dejar un rastro que olfateen
y registren los chuchos de paseo, los gatos salvajes, los gorriones.
Cerca de su guarida, se fija en un cachorro que, ignorante del peligro que le acecha,
se dedica a su oficio perruno de olisquear,
mordisquear y hacer cabriolas de corto recorrido. Su jugueteo despreocupado
desprende el aroma de los platos calientes de mamá.

El niño, que ha perdido de vista a su mascota, apenas escucha el gemido
indispensable y luego corre desesperadamente, busca con lágrimas en los ojos,
mira detrás de los árboles, entre las zarzas, baja repechos y desciende
a pequeños agujeros del campo, rastrea el terreno circundante
con su pequeña astucia y su amor infantil pendiente de un hilo.

En la espesura, el cachorro se ha muerto de miedo
(también a causa de un profundo desgarramiento en la tierna carne de su cuello).
La sangre mana tibia y refrescante y es un placer extraordinario
dejar que la lengua se empape de esa vida aún latente,
ese vigor juvenil hecho de salud embriagadora y arraigo emocional,
de confianza en un mañana con dueño y con un plato de comida rápida,
convenientemente sucio y apestoso, puesto a su hora en el suelo de la cocina.

Tras saciar por un instante su voraz apetito, la bestia se hace un ovillo transparente
e inicia el ritual del sueño sin acabar de dormirse en ningún caso.
Siempre en guardia, un ojo suelto, un colmillo lanzado a tumba abierta,
la cola ejerciendo su función de antena parabólica (móvil de última generación)
detectando señales de otros mundos, las almohadillas de sus patas corredoras
transformándose en delicados piececillos humeantes presos en sus zapatos italianos,
las manos blancas que no ofenden, las uñas bien cortadas,
el traje impecable de los triunfadores, un vestido de quinientos euros
o mil dólares, un traje sin dolor, el maletín precioso en una mano y en la otra
el oráculo económico del día. Las gafas de sol, el reloj
que debe ser un regalo muy caro y ostentoso, el anillo de oro.

Sale del parque a las ocho en punto de la tarde. En la distancia, alguien cree haber visto
una mujer de llamativa silueta, pero sigue mirando y ya no la ve más. Otro observador,
desde más cerca, ha vislumbrado la sombra de un ejecutivo agresivo,
pero el niño, que sigue buscando a su perrita, ha reconocido a las primeras de cambio
en los ojos entrecerrados del extraño personaje la mirada interior del asesino.


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