sábado, 27 de julio de 2013

entre líneas


La historia sigue así:

Hace calor en la ciudad soñada. El sol reparte paletadas de carbón,
tostadas recién hechas en su eléctrica corona,
su blanco portaaviones nuclear.

Desde la parrilla del verano
el calor es bastante para purgar el mundo,
que respira entre súbitos vaivenes, estornuda una montaña inversa.

La enésima avenida es una herida abierta que sangra pequeñas criaturas
ataviadas con el uniforme del éxito. En cualquier callejón vibra el asfalto.

El asfalto contagia su latido al pie de la muchacha
que baila distraído a pesar del nuevo orden instaurado en las aceras.

Hacia la esquina del café se brinda una parábola a los forasteros:
un vagabundo que arrastra su carrito de la compra ofende al personal
con sus calamidades.

El chico transmite una sonrisa oblicua,
habla por un lado de la boca y jura por sus muertos que la ciudad le mata.

Se produce un espectáculo granate cuando la policía acude a gran velocidad
al lugar donde se ha ahorcado un estudiante.

Los perros suelen estar ahí. La chica con el pie en el autobús
menea el esqueleto y se comprime con un mohín de júbilo y pereza,
(parece que se sabe la canción).

El calor hace falta para salir al paso, para ahuyentar espíritus ancestrales
que prefieren el vaho y el rechinar de dientes,
la ropa que disfraza la carne.

El sol a paletadas, a cruces del tamaño de un eclipse.

En esta orgía negra del verano
las hélices del tiempo ventilan secretos de familia,
la voz de un niño insinúa la soledad del parque.

De vez en cuando, un brote de miseria por los cuatro costados
disimula la crueldad de la noche y contrasta con el sereno aporte de la luz;
como siempre, un alzamiento de bienes públicos en marcha.

Entre líneas,
un chaval con los ojos de madera y una chica con mucho corazón.





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