sábado, 31 de agosto de 2013

feliz


Por no decir su nombre. Como si el solo hecho de nombrarla
fuera a disolver su hechizo, como si la palabra fuera a romper el marco
de la fotografía, a hacer añicos el cristal, a rasgar el papel
y confundir los colores, a reportar diez lustros de penuria al infundado poeta,
como si el mero hecho accidental, casi fortuito de musitar
su verdadero nombre en un momento de debilidad, en las horas más bajas,
cuando llueven los cantos rodados de los ríos y las aceras son más arrecifes
y hasta el césped del jardín anuncia serpenteantes senderos de montaña,
quizás cotas de selva abandonadas al albur de un peligro acuciante,
cuando las nubes amenazan con centrarse en un vaso de agua
y el aire mismo se enfrasca en debates absurdos con las hojas del árbol,
fuese un pecado contra la integridad de su hermosura,
una traición a la felicidad de su cabello ardiente, un desplante
al torbellino de sus ojos vertiginosamente blancos,
como si en un despiste tremendo su nombre fuera mencionado,
aun con todo el respeto, todo el cariño y toda la nostalgia,
y se abriesen los cielos con furia incontenible y cayesen rayos y centellas
oblicuas desde un dominio inerte sostenido en el vértice del fuego que se cierne...

Si nombrarla fuera un acto de amor más profundo que un beso,
si su nombre ocupase marquesinas y pantallas gigantes
y fuese pronunciado en las conversaciones de la gente, en los chistes de los niños
y en los pesados discursos, si fuese denunciado en los púlpitos y exaltado
en las tribunas, coreado por las filas de los necesitados,
aclamado en los estadios por las multitudes,
susurrado en la intimidad de los dormitorios y las celdas,
si anduviese su nombre de boca en boca, traspasando membranas, franqueando muros,
atravesando junglas cerebrales, volcándose en la historia como un torrente ingenuo...

Sería... como inventarse un nombre inapreciable y dejar que cayese por su propio peso,
grávido y sincero, sobre la palma de la mano, sobre el blanco tan triste de los ojos,
como inventarse un ser humano tan terrible y lejano como un dios.

Por no decir su nombre, las palabras se alejan del sonido. No se escuchan las voces,
ni rebotan afianzando el eco. La adivinanza da un paso atrás y no busca el calor,
ni el abrazo curativo y flexible, no encuentra la mejilla encendida
ni la frente amplia que mantuvo la esperanza, la fructífera llama
del amor. Por callar y no ser inocente sino astuto y cobarde,
por tener miedo, vergüenza, por no atreverse a afrontar el dolor de la pérdida,
el dolor de la insistencia y el rechazo apenas formulado, insinuado apenas en un verso,
por no tener la dignidad, el coraje de encarar el destino,
el zarpazo inmisericorde de la vida real,
por escribir sin rabia y sin egoísmo a la luz de una vela que se apaga...

Por amar sin motivo, sin tendencia, como insensatamente se ama a la princesa del cuento,
a la pequeña cenicienta maltratada, a la belleza que sufre
y se retuerce en el infierno... Si dibujar su nombre en la red infinita del espacio
fuese bastante para eclipsar el brillo cegador de su ausencia,
entonces, tal vez entonces, algún poeta extraño, algún poeta ciego a los estragos del arte,
podría liberar un sentimiento tan agudo y sublime como el nombre común de una estrella feliz.

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