viernes, 6 de septiembre de 2013

gente decente


No hay hombre suficientemente grande a ojos de su mayordomo


Qué desahogo. Sumidos en la vulgaridad, la ignorancia del arte,
cobijados bajo el ala del lugar común y el chascarrillo,
gente decente, incluso progresista, incluso la gente que lee sus novelas infames
y su prensa, gente que elabora su idea de dominio público
y cree sinceramente que es suya, cree que piensa de tal forma
idéntica a la forma en que interpretan las masas el sentido de la realidad.

Qué respiro, imbuidos de la mentalidad gremial que campa por sus respetos,
a sus anchas, conscientes de la fuerza intensa de sus representaciones,
crecidos como ríos sedicentes, a pesar del faro cegador de la cultura
que en la lejanía advierte a los menos satisfechos de sí mismos
de la falacia que aceptan, el engaño masivo en el que caen, el ridículo que hacen
pretendiendo justamente aparecer como hombres y mujeres realizados y felices.

Qué tranquilidad les ofrece el vehículo con su seguro incorporado, la boda por la iglesia,
en el juzgado, en el ayuntamiento, en una playa de Bali, cómo les faculta el altar dorado,
religioso o laico, qué respetabilidad les reporta el llavero maravilloso
que franquea las puertas de la máquina y contacta con la furia del motor,
el paseo del brazo de una persona que es un desconocido y a la que se acabará odiando
con saña y con abundantes motivos, con pelos y señales.

Cuánta paz da la sociabilidad bien entendida, la pertenencia al clan,
la imagen cercana y fiable, la posición clara, firme, la ilusión de una idea compartida...
Al fin y al cabo, la estupidez es gloria bendita para el estúpido,
el ripio, poesía para el necio.
Lo importante es llevar la bandera bien visible en la solapa, en la frente y en las manos,
el letrero que informa de que se han abandonado los sueños y se ha madurado
como un fruto seco. Lo necesario es no exponer jamás un pensamiento consciente,
particular, guardar las formas del pensamiento también a los allegados,
ser astuto con los parientes y amigos,
comportarse con un falso Filifor forrado no de niño sino de adulto sin costuras,
de adulto consecuente, nada literario, escasamente poético, nada poético
y menos relacionado con la marea artística o revolucionaria.

Qué alivio proporciona la renuncia completa a una vida azarosa, la asunción precisa
de los medios y los fines, el regreso a un pecado estable, asumible por los sacerdotes
y los potentados, por los tenderos y la policía. Qué sedación espiritual
brinda el saludo confianzudo del camarero, que encarna la secular campechanía
del pueblo al que se pertenece; la broma rápida que se intercambia con el dueño
de la charcutería, ¡cómo reafirma en las convicciones más inferiores y estólidas!

Se pasa la película, persiste el afán, el espejismo de haber sido y haber hecho,
llegan los títulos de crédito y muchos sonríen con suficiencia, indolentes,
su insolvencia constituye para ellos un misterio que ya no tendrán tiempo de desvelar,
es como una sospecha indefinible, un reactivo, la vocecita que les sopla
al oído que no, que no era así, que no era suficiente,
que no hacía falta ese despliegue de egoísmo y suspicacia,
que bastaba una pizca de locura, un atisbo de genio, un conato de amor inconfesable.

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