sábado, 28 de septiembre de 2013

lealtad


Ella, tan ocupada brillando, ¿qué objetivo persigue sino fundir colores?

La noche es una ventana opaca y cínica.

Abre los ojos (brilla) y sujeta la miseria real a un alambre de luz entristecida,
una rama de luz que cambia según la dirección del aire, con el aire
que levita absorto en su función palpable, su trabajo de escena.

Ella, que está tan ocupada (haciendo lo que debe). Ella que olvida sin saber el qué,
que olvida rostros sin reconocer su gracia, el valor seguro de los ojos,
aquel estilo de la voz cantante;
que ya no recuerda el pelo ensortijado o blando,
la forma de las manos nunca vistas, el tacto de la piel jamás sentido.

Todo ocurre de noche y es lógico que así sea: cuando nadie te ve.
Nadie la ve llorando en su abrigo de solapas altísimas, cuello de cisne.
Bajo el frío que esparcen las estrellas, nadie la ve olvidando
ni nota esa corriente de memoria que ya se desvanece en un segundo.
Hechos que pertenecen al desierto,
hechos de sombra, tercos, pertenecientes al limbo de un ayer indecible
que no ha terminado de suceder aún.

Ella convierte el lejano reino en una fiesta luminosa y caótica; muy capaz
de reducir el universo a una palabra corta, a un millón de palabras
cortantes como hojas de papel.

La oscuridad no se disculpa por toda su ausencia
ni agradece los actos privados de la gente que esconde sus depravaciones,
simplemente, anochece y se rodea de imágenes terribles
que suceden al amparo de un horizonte ciego.

Pero ella, que procede de la luz, tan ocupada luciendo su manera,
¿acaso no podría recuperar el pulso y deslizar una parte de su cielo,
una tira de cielo indivisible, una pizca,
un ápice del trono sobre el vasto dominio de la lealtad?





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