lunes, 23 de septiembre de 2013

tragedia en tres actos (de amor)


leyendo un libro de autoengaño

No se rinde el nuevo enamorado. Pelea por cada metro de sol.
No ha salido de la fábrica y ya siente la tibieza, repentino contacto,
el secreto coraje del futuro con su color azul celeste astillando la coraza del cielo.

Él, que tiene su amor hasta en los días de tormenta, tiene un amor que pasa
de largo por la calle, un amor que saluda a los escaparates con los ojos abiertos
y le olvida en el restaurante, un amor que le olvida todo el tiempo del mundo.

El nuevo enamorado tiene una mujer de compañía que le acompaña al cine
por las tardes y por las noches hace la colada y espera fumando un cigarrillo,
una chica preciosa que no sabe cocinar.
Ni siquiera.
Una mentira piadosa que cuenta en el trabajo.
Algunos le preguntan el nombre de su amiga y él quisiera decirles que Kajol,
porque la vio en el cine y le gustó su nombre tan redondo y feliz,
porque su cuerpo traspasaba la pantalla y decía
te quiero con las manos rebeldes y pinchaba un poco su corazón
con aquellos labios anegados en lluvia,
aquellos pies iluminados con esmeraldas bellas,
pero miente y apenas balbucea la rosa de Rosario
y ya se agranda su pecho como un acordeón
imaginando el vértigo de la sonrisa, el pelo, la suavidad tan femenina
de las piernas, el brillo.

En efecto, es un hombre afortunado: su voz es una voz inmaculada,
que parece perdida en una nube muy alta, tallada por un ángel presumido
y terrible, delicada y agónica, triste y tan dulce que redondea los ayes,
detecta la ilusión y la llena de besos naturales como notas de lluvia.
Una voz que posee para envidia del trueno y de la música,
una pequeña voz que nadie escucha, que apenas canta su derrota constante,
su inservible belleza de orfeón, su cuerpo inútil, débil,
ensimismado.

ídolo

El nuevo enamorado se enamoró una vez de una chica corriente
cuya hermosura hacía temblar los edificios de la calle
e interrumpía el tráfico. Sin duda, era la chica más hermosa
con la que jamás había soñado, tan real como la cadena de montaje,
tan real como un sábado por la mañana haciendo cola en el supermercado.
Ella le miraba por encima de la frente y veía un firmamento público,
miraba al suelo y no veía la transparencia del abismo,
sino la felicidad completa que persiguen los corazones rotos.
Se la encontraba en el cine, en la fila de atrás o delante de él con su alto cabello
ocultando el mural de la pantalla; la veía en el trabajo, manejando el torno
con soltura y fuerza, o desordenando los escaparates de las tiendas de moda,
desnudando maniquíes, descalza y con una sonrisa pícara en el rostro
y podía observarla sentada en un banco del parque mientras la luz
conectaba su aliento con la imperceptible huella de los árboles.
También se topaba con ella a la vuelta de la esquina,
o la sorprendía esquivando la mole de la iglesia con infinito tacto,
en el museo abierto hasta el anochecer: ella entre los retratos de su vida.

Imaginar su rostro tan enérgico, era su forma de tenerla presente;
y era tan fácil verla salir por la televisión, protagonista de una serie de éxito,
como escuchar su voz de aguja en la frecuencia modulada del despertador.

asombramiento y cierre

Creyó que con su voz sería suficiente para un amor de paso.
estaba convencido de que su amor sería suficiente, todo su amor eterno,
de que su alma resplandecería por encima de la niebla impura
que cubre la materia. Él se conformaría con un sueño romántico,
con un acto de fe, una palabra musitada más allá del silencio,
una sonrisa tímida y de soslayo bajo el espejo azul de la mirada
y ella le ofrecería un beso sin usar con la tranquilidad absoluta
de su cuerpo en llamas girando en un remolino inocente y salvaje.

Pero solo acudió la sombra ingrata arrastrando un sinfín de cadenas
que acallaron sus gritos, la sombra de dos metros que velaba su acento
y practicaba rectángulos de noche a su espalda,
solo a su encuentro la superficie gris de un cuarto oscuro
y las sábanas sucias de un camastro hecho a la medida del olvido.

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