miércoles, 18 de diciembre de 2013

acendrada virtud del mediodía


A las cinco en punto de la tarde la señorita pide un té con amor
(se arrepiente: sin azúcar, gracias).

El amor es un principio que no implica necesariamente el vértigo.
Uno puede asomarse a su destino sin experimentar un vahído ni dramatizar,
como en un suceso autónomo
preso de ningún reflejo.

No llega la luz. La luz no marca la longitud
del abismo. El amor es un criterio torvo. La joven come pastas con el té
y se va enamorando del tiempo a pesar de que nada le sucede. El tiempo es bello
como un ajedrez desplegado en el campo de batalla. De fondo
se escucha una canción estática porque nadie tiene ganas de bailar.

El amor es un trapecio en el acantilado. A mucha altura puede parecer un cuervo
que planea su acción en un espacio reducido de aire
(respira con dificultad, todo se ahoga un poco entre sus ojos fúnebres).

En realidad, la nada está pasando todo el tiempo
sin darse mucha importancia, como diciendo: apaga y vámonos.
A las cinco de la tarde el té no necesita azúcar para ser
empalagoso.

La luz brilla en su extremo guiada por ensayos de lluvia intermitente.
Se aloja en un colegio de huérfanos. Tiene miedo al amor
que saca fuerzas de la flaqueza de estar solo
y se mueve en un arco
algo violento, diferente a la curva más grave de la soledad.

Cuánta luz. La chica come sola. Sorbe. Presta testimonio
ante un jurado de sombras. La tarde vuela a partir de su cansancio
hacia la tierra de nadie del crepúsculo.

2 comentarios:

  1. "El amor es un trapecio en el acantilado"... Y tanto.

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  2. Ya lo voy acorralando..., al amor, digo (joke). Un abrazo, Emma, y gracias por pasar.

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