domingo, 23 de febrero de 2014

el paisaje real


Se abre una puerta refrescante y la madrugada se aleja
como una promesa ingrata. El suelo está de cambio, la mudanza sucede
entre la hiedra y el mármol. Las hormigas construyen sus pirámides, pero no son esclavas.

Anchas piedras amortajan el río que discurre intermitente por un millar de aldeas.
La ribera es un campo experimental, un molino de aspas vegetales.

El amor se pasea solo por las sendas levantando cordeles de polvo,
peligroso como un virus, dramático, y combativo. Se disputa una pelea sin jueces;
el amor y el odio forcejean, se amenazan de muerte, se zarandean a gusto,
amoratados ambos, ambos destripados aireando sus partes
(se advierte al fondo un hedor a camposanto, una campana pasa rodeando el horizonte feliz).

Todo el país de las hadas constituye un fracaso rotundo. Las hadas brillan más
que los elfos y sus princesas, pero sus milagros no duran una temporada, se esfuman
envueltos en un halo de poder adormecido. Los milagros de las hadas
son verbos como por arte de magia, sin recorrido en el discurso ideal.

Pero ellas... Esta Princesa de los Elfos tiene un nombre de veintiún sílabas y sabe contarlo
sin respirar. Es un nombre irrespirable. Los jilgueros pueden llamarla sin escandalizarse
y ella también revolotea y dispara su acento tan rebelde, pues su pelo es un fogonazo de auroras,
sus ojos recuerdan la caligrafía del viento, su edad es un principio, un tesoro sin alma.

A la altura de algún dios, la noche inspira una escena romántica, desluce una manera de besar.
La tierra sufre el mordisco de las coordenadas y asiste a la consagración de la belleza.
Hacia el cuarto menguante, la Princesa conspira contra el sueño. En su presencia,
retroceden los ángeles y los reyes inclinan sus pesadas coronas.

A flor de piel, la oscuridad se embosca en los recodos, deslía su madeja de sombras,
atraviesa portales invisibles, cuerpos mágicos, bordea el lecho del amor ensangrentado y débil.

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