sábado, 8 de febrero de 2014

el poeta se asoma al abismo y descubre el amor


Ella ocupa una terraza cerca del primer fondo del abismo, hueca de amor, tan tranquila, hojeando las páginas de su espejo con expresión interna (lo que significa que hace gestos invisibles). El poeta visualiza un espejismo coronado por una singularidad a simple vista (lo que quiere decir que puede verse). La imagen no fluctúa (ni funciona), sino que permanece en éxtasis, adormilada, como expresando una intención básica cualquiera. ¿Jilgueros? No. ¿Nubes sonrosadas? No. La mecánica del sitio podría ser universal, un lugar vacío donde sonreír sin ganas, donde aguardar el milagro de la resurrección.

La chica es tan guapa que no hay sol. El poeta palpita con el corazón por los suelos, palpita él, late sumido en la hecatombe del despertar, el alba orlada en fucsia, la simultaneidad de los amaneceres todos de una vida. Lagrimea un poco sin sentido común, se revuelca mentalmente. Luego, se arroja al vacío escalofriante y, sin saber cómo, planea a pierna suelta y con soltura demorando a su antojo su descenso, paladeando el sabor de un beso alado. Ella levanta la cabeza de su libro mágico y sus miradas se cruzan como dos ríos bravos (lo que parece indicativo del flechazo habitual en estos casos o, en su defecto, de la afamada colisión imaginaria entre espíritus inexistentes).

El poeta, haciendo honor a su puntual linaje lírico, improvisa una rima cortés a modo de saludo:

¡Oh! (el ¡oh! es preceptivo) y etcétera*.

La muchacha sonríe sin excesivo entusiasmo y ladea la cabeza para quitarse los auriculares, de los que inmediatamente brota una música desquiciada y pura. Saca un cigarrillo raro, lo enciende y el espacio entre ellos se atesta de un aroma salvaje, un crepitar de semillas ardientes, aceite hirviendo. No habla (lo que se conoce como enmudecer de súbito, pero con la acción sostenida en el tiempo) más que por los ojos, que reducen el poder de las sombras e iluminan levemente el violento cuadro. Así, transcurren cinco minutos de reloj de arena (siglo más, siglo menos). Al poeta le tiemblan las piernas, se le cierran los ojos, irritados por el humo tan espeso y dulzón. El silencio toma cuerpo y se convierte en una solución inesperada. Por fin, la hermosa ciudadana reacciona, ensancha su perfecta sonrisa y sin decir palabra echa a andar hacia el hondo caudal del paraíso.


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*Asomada al balcón como si al cielo
se asomara la tímida cabeza,
aburrida de estar pegada al suelo
como se aburre un ángel cuando reza.
El alma en posición de alzar el vuelo
para surcar el cielo de una pieza,
alma que tiene el corazón de hielo
como una estrella henchida de pureza.
Empeñados los ojos hacia arriba
oteando el silencio más profundo,
el hermético rango del abismo.
Espíritu sin voz que lo describa,
sin dios que lo rescate de este mundo,
ni cuerpo que lo libre de sí mismo.




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