lunes, 21 de abril de 2014

la medida del éxodo


Imagínala en la calle. Oh, que se detiene el tiempo, se suspende la vida, cesa la música.
Imagínatela: llueve, bajo el sol de febrero, bajo un sol de justicia, bajo una constelación
de corazones. Bajo el sol, en la calle, surgiendo de la nada una flor apacible. La hierba
tropezando en las aceras. La avenida es un río. Imposible no verla, su figura enraizada;
se desliza su familiar silueta protegida. La nube sobre ella, dios sobre ella sin dejar de llover.
Fluye vestida de agua dulce, es un collar de perlas de su aliento, una pulsera de lágrimas.
El mar se acerca, su rugido encauzado en olas primordiales, un sepulcro de arenas en la mente.
Ella camina a su rumbo, según la estrella que la guíe, la estrella que le bese el corazón.

Vestida con orgullo a su estilo más probable: un pañuelo para fijar el oro,
todas las piedras preciosas como cantos rodados bajo sus pies morenos.
De pronto, con la playa entre los ojos, un amanecer en la sonrisa como un espejo feliz.
El rostro de una virgen africana y a su espalda una procesión de jóvenes descalzos, el séquito
perfecto, y ella bajo palio, bajo un sol incontable, bajo una tempestad de corazones.

Imagínatela sobre la tierra (y el muñeco de nieve completa una escena formal). Pero ella no es la madre,
es la hermosa muchacha que responde a su nombre, a cuyo paso se comprime la historia.
Su nariz se dilata -y es ¡preciosa!- para exhalar el vaho, el humo de la consagración, el humo sólido
que compite en acción con los milagros. Sus labios echan fresas por la boca,
son labios oprimidos por el alma, labios que tienen fe en las palabras justas,
palabras pronunciadas con razón, repetidas con rabia, dictadas por una conciencia romántica,
en las palabras altas que pueden salvar de la miseria una temporada infernal.

Imagínatela entrando a trabajar, traspasando el umbral oscuro de la fábrica, la mirada perdida,
las manos extranjeras, la uña despintada a punto de romperse y de rasgar el velo de la realidad.
Ella, que es una princesa, una princesa nubia, una princesa protegida por algún dios
temible o vengativo, un dios negro como el carbón -y tan dichoso-, malgastando su tiempo
amarrada a una cadena de montaje...
           
Ahora, imagínatela que no acate ley alguna, ni acepte órdenes de los hombres,
bella como una rosa en su cáliz de octubre, hermosa como el pecho de un jilguero.

Ella camina, recorre laberintos e intrincados bosques, se comporta con la serenidad absurda de Teseo,
el aplomo del héroe en su casa de hojas, pero como Hansel, con su trauma infantil
helándole las venas. Su karma rutilante en el inicio de todas las maneras de enfrentarse al mundo.
La avenida es un río. La ciudad, un jardín inapetente. Por la mañana, un amanecer de etiqueta
para los animales y los reinos; un grifo, un elfo navegando la aurora, calcinando el asfalto
que se resiste a ceder. Ella en sus tacones que levantan quejidos de las baldosas gélidas,
sus zapatos hechos a la medida del éxodo, sola bajo una fina lluvia de cristal.





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