sábado, 30 de agosto de 2014

un amor a la medida para Jane


Parecía distante. Junto al micrófono dorado, las manos crispadas en un ademán curioso (nada cruel).
No había frialdad en su mirada, por más que de sus ojos surgiesen témpanos de hielo, mariposas de plata.
Sus manos aplaudían el salto y volvían a encogerse, trataban de abarcar más de lo imposible,
su imagen redondeaba el pálido reflejo de la luna. En equilibrio perpetuo, datos y más datos procesados
en sus zapatillas de ballet, clásicas terminales del ritmo: estereotipos musicales, sinfonías sin orden ni concierto.

Janelle bendecía su cabello y lo elevaba como una súplica, una plegaria dirigida a las estrellas.
El bello cosmos estaba de su parte, de acuerdo con su forma de girar en este mundo. Ella y su comportamiento.
En general, Janelle se comportaba como un sol en su caldera, su interior era demasiado hermoso
para ser descrito, divagaba en la corriente principal, quemando etapas con modesta parsimonia.
Todo a su tiempo.

El primer paso de baile fue un acontecimiento cósmico, pues. Bajo su huella, una delicada explosión,
la tormenta sin perder el compás ni la sonrisa. Un paso tras otro componían la escena, la secuencia
que siempre comenzaba con un ágil pestañeo y un movimiento de cadera, ambos imperceptibles, ambos líquidos.
Entonces, ya no importaba la música, la cadencia era uniforme a pesar de las grandes dimensiones
del silencio que se rompía una y otra vez contra el espejo del agua.

Mas..., quién iba a decirle que el amor... Ella no lo comprendía bien. No es que fuese tan apática, analítica,
no es que calculase su pasión. No es que alzase su peinado en un estilo apocalíptico
para desconfigurar los afectos, simplemente era un ser demasiado perfecto (para amar). Y, no obstante...

El poema comenzaba a entrarle por los ojos como un pequeño cuerpo cálido y sensible, un cachorro
con sus patitas cortas y adorables, sus orejas de miel. El poema era un cable tendido a gran altura para el espectáculo
(o un pasillo de hospital). Siempre había estado ahí. No fue escrito, ni pensado. No había sido escrito ni pensado,
ni corregido con sangre, ni era resultado del tímido proceso creativo ni actuaba conforme a un estilo concreto.
Era un apestado, el  poema, sin relación con sus pares, sin nexo de unión con la costumbre ni el arte.
El poema era un pozo por el que se te caía la mirada, una masacre en la tierra prometida. Era desagradable
como un festín.

Y, sin embargo...  Janelle fruncía el ceño, se enfadaba por no sonreír despacio, por no prestar el alma al contacto
de la brisa, el soplo magnético de las palabras conscientes de su esencia, articuladas
en múltiples significados, niveles distintos de representación. El poema hacía rap tan básico como de milagro,
mezclaba profundas sensaciones irreales, ajeno a la materia. El amor se hallaba dentro del poema y lejos de la pluma,
de la mano aérea, del músculo y el talento, pleno de irresistible autonomía.

Prodigiosa exaltación; hubo una plegaria que no era una plegaria, era un grito de alegría más que un ruego
que relampagueaba inédito y sin sonido entre los versos, brincaba de metáfora en metáfora: realizándose.
Y una lámpara de orgullo que alumbraba en los ojos, y un extraño dulzor preludio intacto del estremecimiento,
una tragedia que hacía asomar las lágrimas sin lágrimas, la luz oscura del amor que todo lo anegaba con su manto.




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