lunes, 1 de diciembre de 2014

el dominio del ángel


Llegada la hora, Keny domina una fracción interesante del planeta
(sin dislocarse la voz). Ha cantado en los mejores pabellones, ante los príncipes acaudalados,
ante damas atrofiadas y otros pusilánimes. Ha firmado un pacto de silencio con la chica del milagro:
algo de su gremio. Pues caminar sobre las aguas parece truco innecesario, visto que ya no emociona a los mendigos
ni hace retorcerse a los reyes en sus líquidas poltronas. Se reserva ella un número revolucionario,
la multiplicación de los corazones. El gran amor que arrasará el presidio,
hará tambalearse la base colosal de la pirámide. El átomo se expande, su núcleo es tan pequeño como una nuez
redondeando el centro del mayor escenario contemporáneo: el campo de deporte. Electrones como granos de polvo
desplazados por el viento presente en la metáfora, tan plano y sin embargo tan insustituible
como una cartilla de racionamiento. Son las metas de la ciencia que saludan al paseante
con escaso ademán, gesto volátil.

Cuando se escucha la penúltima canción del álbum se produce un eclipse interior y nada vuelve a ser.
Como eran antes las cosas débilmente reales, una realidad de quita y pon.
Sin ir más lejos, los árboles acostumbraban a salir pitando con las ramas al aire, pero solo en caso de incendio,
lo que no ha vuelto a ocurrir. Y son ya las hectáreas calcinadas un páramo inefable, pequeña casa desértica
con tejado a dos aguas, su chimenea en libertad provisional. Sucede una columna de humo que señaliza el pecado.
La desnuda agresión de la técnica que reconvierte fábricas en lugares para la meditación.
Como helado de chocolate, la canción, para chuparse los dedos; letra caótica a partir del entusiasmo literario, oblicua,
atravesada por un rayo de flow universal, materia oscura que tiene que acordarse
de apagar el horno cósmico. Keny arropa sus letras con una manta térmica en la voz, deshidrata los verbos,
exprime sus funciones en la batidora de la crítica formal.

El mar sostiene inversiones en ausencia las tardes de invierno. Tabletea contra el acantilado mejor dicho en el aire,
la onda con la onda, otra piel de arena. Hay que desbaratar esa trama indeseable del pop, sus artilugios o baladas genéricas
como vacunas oxidadas, jarabe para la tos. Lo que se logra por las armas del arte, la rebelión de las bases
de acompañamiento, mesas de mezclas, vinilos arqueados, groove para salir del paso como si fuera el puente de Brooklyn.
Autopistas de un solo carril ancho como un conjunto, un sedán negro cromado hasta el fósforo, y el cielo
intoxicado gracias a la gigantesca sombra del neón. Duelen las letras dóciles de los afiliados al sindicato comercial,
con sus arreglos configurados en un estudio raso por un elenco artístico de ingenieros sin alma.

Pobres marionetas sampleando historias con el olvido incorporado. Historias de princesas en palacios herméticos
atosigadas por agudos dragones, duques bizcos, príncipes aguardentosos poseídos por la ambición y el odio,
hombres del frac, con sus puros hediondos y sus chisteras pornográficas, apalancados en la esquina del dinero,
dándose cabezazos contra un muro de plata. Cuentos aburridos de serie B con demasiada sangre,
surgidos del efecto invernadero y sus secuelas cerebrales; lemas refractarios a la fraternidad,
surcos vaciados sin esfuerzo.

Ella se bebe los incendios de la gran manzana, aparcamientos multiculturales, peleas entre enamorados y sustos a cien por hora
en la quinta avenida y Broadway. La luz necesita espejos para fregar el asfalto. Keny reproduce su imagen
en todas y cada una de las pantallas de plasma que inundan el sistema: se trata de un asalto masivo a la intimidad
del universo. El rostro más popular del momento, la voz más intensa, ojos inéditos de un blanco marmóreo, sintético
y tan puro como un roto de nieve. Oh, sus manos invitadas a conocer el fuego inerte de la sombra lunar;
ella sin cara oculta, filtrándose su aliento entre las sobras de un festín de dioses acabados. Y sin alzar la voz.
Dueña de su relato, un firmamento propio dedicado al éxito de la lluvia en los cristales, a la recreación
de una palmera desigual. Keny enamorada, sin amor en el pasillo del metro, mirando pasar por el andén un porvenir salvaje.
Un beso en el vacío, pulcra sábana santa: en su mejilla el leve resplandor de toda la pureza que ha conocido el mundo.




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