domingo, 1 de febrero de 2015

una sortija de oro de cristal


En lo alto de la torre, en lo más alto, donde se rizan las gaviotas,
en el cuarto menguante al que no subía el aire, no llegaban los gritos,
nido de hadas. En esa habitación uncida con pesadas puertas, cerrojos como puños, las estatuas reían,
festejaban la rendición de la Princesa. Su abandono era tal que los hoyuelos de sus mejillas habían excavado
hondas sepulturas; sus pestañas deslucían el largo cordel de una mirada perdida. Era la sombra
de un reflejo, la sombra de un extraño mundo tiznado de fracaso.

El algoritmo de un sueño, su diabólica pauta, la forma en que los hechos reivindican su rabiosa autonomía;
en la habitación, el eco representaba un logro, en ese espacio denso por el que revoloteaban
las moscas y hallaban su refugio todo tipo de insanas criaturas, allí, el tiempo era un pasatiempo
como leer un libro que no hablara, como leer las líneas de una mano que hubiera sido cercenada.

Mirar las estrellas era una cuestión de honor. La Princesa fotografiaba las constelaciones
y se tatuaba dragones en los brazos, soplaba un plato de sopa caliente. Por las noches, el cielo llenaba
la sala con su tamaño decisivo, amenazaba la tranquilidad de la luna pacífica. Podían, entonces, escucharse
ritos de sangre a través de la exigua claridad, cerca del puente. Campesinos que ignoraban su presencia
pasaban con sus carros por el camino y no se persignaban hasta llegar a casa, cuando el mal
había disipado su furia y los encantamientos cedían su poder a la monotonía.

Ella tenía una corona de cristal, zapatos de cristal, una sortija de oro de cristal y otros rasgos cristalinos, como su risa
seria. En serio, su voz desmantelaba laboratorios próximos a su palacio en ruinas,
pasillos futuristas por los que circulaban bombas tóxicas para la eternidad, organizaciones
que acumulaban poder y fardos de heroína. Su voz era la acústica pura de una sirena fabril, de una sirena policial,
su voz era el megáfono preciso para sacar a relucir la escoria, la que limpiaba las calles
de la metrópoli y se hacía un hueco entre sus míticas figuras insomnes.

Había grabaciones inexplicables, psicofonías en la oscuridad del campo, en torno de la nada;
una nave derruida con sus cables pelados, con sus historias a medio construir de espanto, casi aterradoras.
Un espejo que era un vaso turbio destinado al olvido, apagado en el suelo como una colilla;
su imagen fortuita, pero con clase, con una falda roja, el peinado perfecto, simétrico y distinto,
su belleza a semejanza de un ángel indecible, de los que no se ven.

Por la escalera, los tramos hundidos en una miseria antigua que se untaba a los dedos, que cegaba los labios,
se inmiscuía en las contrariedades de la gente. Justo ahí, se hacinaban los segundos antes de la tormenta,
justo ahí, un pequeño insecto confiaba en dios para salvar la vida, un dios inmenso en una gota de lluvia,
escondido en las arrugas del crepúsculo, tras el vértigo fugaz del horizonte.



Tim Walker

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