sábado, 23 de mayo de 2015

resplandeciente


Es un amor (si existe); o no existe el amor. Dios quisiera existir: vivir en una lágrima. Solamente.
Este dios se ríe de los muertos, no ama. No tiene voz. La voz decía algo que no se sabe cómo, quién. Ascendía
desde el alma que trabajaba en su espejo lóbrego, se trabajaba el amor despacio, con descaro y resistencia
al cielo. La voz cortaba las palabras en rodajas de luz, retumbaba la sombra más extraña, con vida alrededor,
la sombra viva de un deseo alienante. Ah, esta soldadesca divina, letras como ángeles caídos, todos
sufrientes, dedicados a la consternación de las ciudades. Un ángel es demasiado estricto, pequeño para el mundo;
los ángeles han fracasado ya.

El día se levanta estirado en su ágora, mira su agenda y busca una estrella fugaz. Hay otra nube
que no. No representa el agua ni define el espacio, no está fresca ni rezuma algodón de azúcar, no es dulce.
Esta nube se te mete por el cuerpo, por el dobladillo de las uñas de las manos y semeja un vestido bien planchado,
continental. A todo tren se introduce en un lenguaje que no se enseña en las aulas,
hace experimentos en una probeta de fuego; es un elemento químico primordial, está en la tabla y en el libro,
es el karma que sacude su ignorancia y espolvorea el ambiente con suma gratitud: se despide del parque.
El karma insinúa (que no puede ser amor), sugiere que el amor ha perdido la vez o ha llegado tarde al espectáculo.

Hay una muchacha. Su pelo negro resplandece ante más colores sin nombre, es el más físico,
el que llama a las cosas por su ser, es de una pieza. Y sangra. No tiene por qué llevar un pañuelo, ni tiene que seguir
el dictado de la moda. Su idioma puede ser francés (aunque se entienda); nada de Babel, ni un espejismo
en la tapa del cuaderno. Un viernes que anochece y la muchacha fuma un cigarrillo bajo un sol de justicia,
crespúsculo y ceniza. El humo purifica la razón. El olor de la hierba entumece los músculos del árbol. La gente
se hace trizas a propósito y no sabe cantar, ni quiere oír el verso que ha sonado de casualidad.

Los versos hablan de casi todo sin demasiado énfasis, revolotean, husmean cuánta rima se debe en este bar,
qué partida de póker se ha jugado la conciencia, qué mujer conoce las historias más tristes. En la máquina de discos
hay un single del 78 que no puede ser más eficiente. Pantalones muy anchos, litros de alcohol.
La droga ha pasado a mejor vida sin persuadir al amor. Las almas se trabajan su vista pornográfica
del romanticismo mientras un ángel excesivo disfruta del paisaje, divisa hasta muy lejos y posee: es el poseedor de corazones.

Tan es así: el amor es el odio con un revólver en la mano, o viceversa. El amor ha disparado al pequeño diablo
sin alcanzarle de lleno. La chica ya no es nueva ni de estreno, traduce con cautela y perspicacia los entresijos más dóciles,
es diplomática para esquivar los proyectiles, las cruces hechas con dos palos de escoba y un niño de escayola. Baila
al son de un disco de oro: otro hit inaudible. Las manecillas del reloj abundan en su rol divino, establecen fronteras
con sutileza, trazan el mapa de la eternidad. Alguien se pregunta entonces dónde yace el nombre de dios, en qué
lápida figura su reclamo, con qué voz ha desterrado a los indignos.
¿Cuál es su arma si no ha sido la voz? 




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