domingo, 19 de julio de 2015

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Lleva cien años muerta. Cien días. Cada día. Y aquello que se hizo a conciencia
ahora quema, es decisivo. Palabras que toparon con un muro y se fueron trabando. Ella sobre la hierba;
tan hermosa como una flor pintada, hermosa como un terreno
al sol, vacío entre los árboles, hecho para una casa de barro, para una casa
y una vida mejor. Un surco para que corrieran los niños: al llegar al arroyo, el perro que salta hasta la rama, el agua
que brinda su sabor metálico y real.

Esta sonrisa no deja de mirarlos a los ojos, no para de volar ni de volver,
traspasa ríos sin puente, montañas sin sendero. Su pena es un alivio. El espejo tendría motivos
para no sonreír, motivos para gritar un nombre y repasarlo, y pasarlo de nuevo por todas las imágenes,
por toda su barbarie con sombrero tejano.

Hay asesinos que ignoran su cometido, de pronto llega el día y los advierte, les susurra al oído
una ulceración de odio, una creación del odio, su odio preferido que les sale de dentro; es algo
fantasmal, un rapapolvo del destino. A veces, con la biblia entre las manos, gastada y casi mugrienta, un fémur para golpear
y ser feliz, una quijada de buey y que corra la sangre, que se esmeren las heridas
abiertas. Oh, este digno trabajo de ser alguien y dirigir la nave del futuro, esta determinación sobrehumana de matar.

Es el imperio de la ley. Trozos de bandera desparramados por la hierba, una estrella que no brillará jamás,
un pico que se clava por los ojos. Ella viajando a través del tiempo, desafiando la relatividad;
he ahí el gran experimento, la física cordial de las ataduras.
Ya regresamos a mil novecientos dieciséis, porque hay un ancho sur por todas partes.

El sudor es real, el dolor es real, son reales las luces apagadas. Ellos se empeñan en matar y tienen prisa,
los ojos vidriosos; estudian la muerte con empeño, aprenden el daño, la fisonomía correcta que presenta el horror.
El blues que no termina, resuena como una marcha fúnebre, es un epitafio
ligero. Pero todo es silencio, no hay niños en la calle, no hay hombres por la calle, no hay más cielo que el sucio cielo gris,
solo una ingenua mirada, una mirada sola hundida entre las rejas,
un paraíso que se aparta del recuerdo.

Da consuelo la luz, el día nace para siempre depositando flores en su tumba. Piensa.
Ella está muerta el día antes de morir bajo la luna. Su alma está en camino, ya divisa los márgenes de la verdad:
es tan bella como un punto dorado. Dios observa la masacre, observará -¿a quién?- el mismo plano eterno: hubo un chasquido,
el cuello roto, el alma bizqueando por el techo, ya en camino hacia un espacio fantástico.
En medio de la tierra, donde está el corazón que aguarda su momento, que la lleva esperando
cien años, mil años. O un instante.




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