sábado, 11 de julio de 2015

mala fortuna


Gracias a dios por la mala fortuna. Pedir un imposible con los ojos abiertos, arrepentirse.
La noche se ha quedado demasiado pequeña, un botón en la americana del tiempo. Hay que subrayarlo
todo por si acaso amanece antes de hora, antes de ayer. El cementerio ha esparcido
sus cenizas y se ha propulsado hacia fuera del ser, qué dogmático e interesante. La muerte cabe en un puño,
cabe en un desfile de ausencias, en un puñado de huesos. Luego el Maestro Zen
masculla (pero tan en silencio que no dura una sílaba y se desvanece en el pasado): No Somos Infinito.

Afuera, pájaros de muchos nombres, las flores semejantes en aroma y ¿tenacidad? El descanso
de la hierba, la torpeza del viento. Hay caricias que merecen una espalda feliz. Látigos que ocuparon su deshonra
cumpliendo un deber obsceno, un evangelio asfixiante y pueril. Cuando la magia no está del lado de los sacerdotes
sus palabras solo abruman a la piedra, son útiles del colapso, herramientas del odio
y la extorsión. La chica del milagro -que así de claramente fue descrita- alza una mano curva y sana el mundo. Tenía
que ser ella, descalza y con un vestido raso, su piel morena haciéndose de rogar. Se trata de conseguir
la redención y una gran cola da la vuelta a la manzana, en fila india esperando la voz.

La luz tiene que morir para que llegue la casta poesía, la poesía clara y en minúscula como una claridad desesperada
en medio del desierto de la fe. La luz ha muerto y las campanas salen de su rabia, salen de su eternidad y su sonido,
chillan un monumento al rojo de la sangre que se hiela en el verso. Los pájaros, cientos, como nubes
desiguales de extraña longitud, frágil tamaño, nubes de agua pura que aletearan su mecanismo inerte, la inercia
de su santa voluntad. El aire quebrándose en un grito formado por un millón de frases lentas,
un festival de otoño mucho antes de la construcción del primer sueño posible.

Gracias por el mal sueño del futuro, su maldito esplendor, su rosa pálido. Gracias por el brillo
que resuena en las tumbas de los poetas muertos en la prisión del arte. El silencio se ha tragado las voces más amargas,
en su vientre alborotan los libros, las infames profecías del atardecer: un paisaje común.
Frente al vacío, las ramas de un árbol encendido, la llama fuerte de la creación. Una mujer valiente, desnuda
entre las manos del fuego, que recicla un milagro para sí, para su gente,
y rebusca en los contenedores con un gancho patético, hermosa como una sociedad ilimitada o un puente de hierro.

El arco iris tiembla de emoción porque ha llovido en el paraíso y están en casa los ángeles, temerosos
del genio de su padre. Alguien que se parece a ella -pero quizás lo sea- cruza la escena por el lado salvaje; va cobijando
un amor duro como una pelota de béisbol, su medicina de color café; y sus piernas son centrales,
sus ojos, dos tanques liberando París, su pecho, una excepción a la melancolía. El suyo,
el corazón más alto de la tierra.  




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