domingo, 8 de noviembre de 2015

musa


La precariedad se respira a través de las sombras, un camino sin fin.
El invierno siempre está de luto, acumulando noches de insomnio, noches de cementerio, canciones con un deje
atrabiliario. Lo saben los pájaros. Los pájaros saben predecir la lluvia, son como la tierra,
hijos de un dios afable que insiste en su blancura de poeta.

Sobre el barro los pies se debilitan, sobre la luna los pies se precipitan, se marchita el encanto
propio de la caminata, la alegría del conocimiento se transforma en temor,
abismo para los ojos, para las manos. El campo es aire, aire y soledad. El campo y su desierto tienen
los días contados. Cuando estás ahí, las horas son inútiles, los minutos
son horas, los segundos, ráfagas de aturdimiento. Se piensa sobre todo en el aire que transcurre,
se filtra entre los dedos de las máquinas, entre los segundos de felicidad y su reflejo
insaciable; por el campo, se piensa en la violencia de la lluvia,
la carga de la tempestad. Los niños apenas curiosean en sus cerebros aún invertebrados, todavía carismáticos,
dementes; planean un juego a cada paso, un hada los saluda en cada hueco.

Otra felicidad fuera del tiempo es la de los seres inmóviles, como ella,
que fluctúa y se remanga las faldas sin colapsar el sueño. Ella conoce el verso necesario
y lo recita de memoria y sin afectación, sin poesía (para entendernos). La poesía dejó de emocionar al cielo
hace mil años, ni funciona como ariete, es como un teléfono desconectado.

La chica ha escuchado verdadera música en algún momento, de alguna forma ha sido
nombrada musa por los árboles. Su viaje se detiene en un portal. En la puerta de su casa, la música
se gesta, divide el espacio en zonas y paredes o alza muros de silencio. El arte ha permanecido intacto en su mirada,
su corazón es una batería de corriente eterna,
la energía que deshace banderas y quema billetes arrugados. Las nubes atrapan su letanía perfecta:
combustible para el óptimo granizo.

Mas es en la taimada promiscuidad de la noche, mientras los débiles se hallan cerca de la muerte y su delicadeza
se prostituye, frecuenta turbios antros y pronuncia nombres enquistados, cuando ella resplandece,
se alza como una cumbre ciega con su trenza de viento, su fuerza helada. Es cuando su alma desprende un baño de luz,
sorprende con su voz, más alta que el aullido del hambre: obra su regalo
piadosamente. Detrás del último cercado no hay nada, nada después de la muerte, que es un valle salpicado de furia
donde la libertad renace de las nobles cenizas del deseo y los ángeles venden su divina palabra.



Estère

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