domingo, 6 de diciembre de 2015

sangre azul


Jessie fotografiada por un mago. Ha soportado el calor y otros defectos. La pequeña
sombra que se infiltra en el papel, coloniza los colores dudosos, los materializa en blanco y negro
como en un revival de furioso angular. La trama se traslada a una gran ciudad donde
abundan motores y fantasmas. Las máquinas tienen su espíritu para el baile,
sonríen antes de servir el café. En el parque, la bestia numeraria se ha enterado de la visita y prepara
sus fauces y sus grapas, es un monstruo solo de aire, pero encanta, fascina a los profetas
que ya otean un nuevo apocalipsis. La niña en la ventana está esperando el tono
para echarse a cantar. Los jilgueros disuelven bandadas de gorriones con su toque de queda y por el suelo
ocurren cosas impensables.

Una muchacha con trenzas ha salido del gueto para encaramarse al centro de la estatua; este espacio
seguro forma un gigantesco pedestal que se eleva arisco hacia la parte del cielo más desangelada; la chica
aguanta todo por su sangre real, en su vida se corren más riesgos,
suceden más poemas, acontecimientos teatrales que esquivar con audacia dorsal,
persecuciones con la sirena encendida, con la boca encendida de carmín. Hoy se ha arreglado bastante
para escuchar a Jess, su voz atormentada, la salvaje tormenta de su voz. Nada de copas hoy, nada de fiesta,
algún tropiezo semejante a un desafío, una clase de lluvia en el primer estante del supermercado.

Atletas procedentes del subsuelo recorren la estructura del parque, miden
la longitud de los silencios, el canto de las nubes, el trapecio corriente de las hojas. La muchacha mueve un músculo secreto,
autónomo y sus piernas empiezan a crearse; ramos de polvo descienden a la noche. Tanto aire
marea; sube la fiebre como por una cuesta pronunciada, la temperatura del sol ha descargado sobre el asfalto
su entraña plástica, su prejuicio. No hay que temer por el destino de los vagabundos,
tampoco por el de la mujer que duerme a la intemperie, pues va a manifestarse una carroza (espontáneamente).

De pronto, unos dibujos animados de calidad infrecuente sobrepasan la barrera de la realidad y entonan
su mágica cordada, su quinteto de cuerda, un aparte con Yuja y sus probetas de ensayo, ese piano científico; las ninfas, no,
no las princesas atónitas con sus delicados estros, sus ojos diamantes y su fe. Jessie canta como un flan en Times Square,
olvida la letra y, a cambio, memoriza un deseo intangible, un anhelo general, algo presente que
se parece al fondo del futuro. La muchacha ahora busca un recipiente para su alma entre los hijos de la necesidad;
como siempre, una multitud boquiabierta observa el trance, toma fotos sin parar, graba
los eslóganes, no se pierde una esdrújula de la balada, ni una espina del pescado
ni un nervio de la carne. Los centinelas brotan de los árboles y los héroes
desnudan sus mascaras para oír mejor el llanto popular y ver mejor el odio reflejado en las lunas de los escaparates.

La ciudad se ha blindado contra el sueño del amor; brinda a la salud de los muertos y escupe
una mezcla de rabia y desencanto en la pureza de un vaso de whisky. Jessie ha pasado sin pena ni gloria
por el barrio, llevaba una bandera del sur que ardía como un cielo abandonado.




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