jueves, 28 de enero de 2016

actos de fe


Se acabó el camino. El corralito ha llegado a la ciudad y nadie está a salvo de la quiebra.
Así que los poetas se desdicen de sus versos, los magullan
–amoratados versos–, los meten en un cajón. Ahora se escribe hasta el final,
profundizando el réquiem. El poema ha sido sacralizado y no era necesario. Nada más innecesario. Acertijos
sobre la traducción, monotemas, montones de creativos obsesionados con la Obra.
Qué serios se ponen detrás de sus pantallas, asomados a la tronera del búnker, protegidos por puertas de seguridad, fosos
castellanos, mercenarios y profetas.

Estos que ondean sus pendones de clase. Antes del parque vivían en chalets adosados
sin problemas comunitarios, su piscina, su jardín, sus antenas parabólicas. No tardaban en mirar por encima del hombro,
soñaban con sus títulos y emblemas, distinciones y másteres del universo. El mundo
del trabajo era para ellos un ente literario y ajeno, su esfuerzo consistía en una buena conversación junto a la chimenea.
Creían en la media maratón, el ejercicio compacto y disuasorio. Leían la mitad de la mitad.

Ahora se escuchan los disparos en medio de una frase afortunada. En medio de un decálogo: no matarás. O son
bengalas una noche de fiesta. Trajes largos, colorido y luz. El primer cementerio fue la luz,
que se deshizo en lenguas vivas, fue al carajo con sus preciosidades. Luego se multiplicaron los gestos como panes,
hubo comisiones de investigación. La policía detuvo a un señor bajito.

Jordan había declarado. En una servilleta, no. Tampoco en la corteza del árbol; en la tierra con un palito pequeño
dibujar un pez como los santos, delinear un espacio impresionista, la escena del sofá. Nada de escribir
un verso en pocas líneas, en pocas palabras, la síntesis y ya. Jordan había
escrito un manual de ajedrez, un custodio fonético, el canon de la zoología (con un perro así: Mason-Dixon Line).
El arte funesto de recobrar el sentido solo con mirar de frente al límpido horizonte y sus matrioskas. Perversa
realidad a reventar de hierba poderosa, ¡ese color histérico! El poema contenía
besos y era, por tanto, un poema de amor; mas no era posible.

Los besos alquilaban buhardillas con techos abuhardillados y diminutos pasillos para perderse en ellos como Alicia
en su disfraz. Los besos tenían gato y grababan sus mohines. Era una farmacia de besos
dentro del poema y el corralito sangrando contra los poetas-ellos henchidos de elocuencia y bastardeo, diputados en cortes,
viejos sátrapas o jovenzuelos sin óbice. Jovencitas enchufadas o viejas con dinosaurio. Todos
inefables como una ópera o un viaje al Canadá. Poetas de vacaciones, de etiqueta, a punto de tomar el tren con desenfado,
el té por cortesía; ellos tan distintos a los pobres.

Oh, pero Jordan tiene su profesión en regla cuando ellos amanecen despavoridos de luna. Ella ha dado la medida
de su carácter, ha jurado el cargo ante un retén de dioses indecibles. Estaba tan guapa,
tan desparecida, había comenzado la felicidad, un llanto inexpugnable. Sus manos enviudaban la victoria de la naturaleza,
creaban una flor tras otra, mesiánicas, orgánicas, a tumba abierta
lanzadas contra el peso de la fe, la rosa pendular de sus mejillas latiendo en un suspiro: eso y el caramelo de su voz.  




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