miércoles, 20 de enero de 2016

nómadas editoriales


De cuando en cuando, la noche duele. Se respira un exceso de penumbra. Sombras de largas pestañas
maúllan como niños de pecho. Rimas doradas que han sobrevivido
a los pronósticos inician su ascenso a la garganta del clan; los chicos son arrestados,
asoman su inocencia por entre las rejas del furgón. Hacen deporte –muertos con el chándal–
sin apetito real.

Leer a Calvino es un placer diario. Jordan lleva en su mochila un libro cada vez.
Se asombra en contra de las reglas de la poesía. Se caracteriza en contra de las normas
de la poesía. Ha leído a Strand que tiene consejos y buena voluntad,
es un buen hombre a pesar de sus poemas, su experiencia laureada y reconocida por las editoriales
nómadas (a ver si). Las editoriales no es que sean, estén formadas por tuaregs de piel azul,
ojos como dátiles preñados. Allí florecen los ejecutivos seglares y lo hacen con una ley en la mano, nacen
con la ley en la mano, discursean en vez de lloriquear, ya demandan al médico que les azota tras el parto; son Peritos,
pactan convenios que exigen diez (re)presentaciones, autos
contra la poesía y la mente del lector, eventos que destruyen el Libro y lo manosean,
lo mezclan y lo aturden con su taser disléxico. Necesitan sangre compatible con la preceptiva legal.

Jordan nunca estuvo en una sumisión poética de esa índole ensoberbecida y febril. Ahora
ya no hay; no hay tiempo ni poetas ni folios episódicos que hablen del amor, artistas felibres sin dimensión conocida.
No existen o han muerto. Está el poeta que frecuenta los urinarios públicos
y vive en una tienda de campaña regada con sangre, el guionista que lleva caramelos de fresa en el bolsillo,
el extranjero que se prostituye en un extremo del parque.
Están los que rehacen cadáveres exquisitos con cuánta mano izquierda
y fruncen el ceño.

Jordan se las sabe. Estudia el juego de la felicidad con verdadera ansia,
se queda hasta las tantas y se levanta pronto para repasar el firmamento, entresacar la fronda, culminar
el capítulo trece. Su memoria desfallece antes del segundo joint, debilitada y fúnebre.
Ella considera un espejo narrativo, un espacio histórico para su famosa imaginación. Hace sus deberes en una habitación
no tan enorme como debiera, donde no hacen eco las palabras negadas al silencio
y la música se incrusta en el conocimiento (parece un accidente).

A las seis, la oscuridad organiza un acto público, una lectura y al piano
un colgado registra la última moneda de Chopin. Los fieles abandonan su postura del loto y se sientan como títeres
en las escalinatas, ovacionan al genio: es un escándalo. Hay humo y una productividad
ensordecedora, términos gigantescos para describir lo inefable porque no puede más, no aguanta la comedia,
ese escaqueo permanente de la realidad que frecuentan los teóricos, esas montañas
que levantan con el escombro de sus emociones para que los demás las suban de rodillas y dando gracias a dios.




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