miércoles, 23 de marzo de 2016

cien mil años


Es un dolor antiguo que no se sabe dónde
comienza a preguntarse por el alma. Existe por debajo. Se presenta a la mañana cortés
dibujada en un claro de luz, atiende a los micrófonos del viento,
las cámaras de la realidad. Hay un tiempo para cada pasión. La risa brota en el pecho y da igual que sea primavera
y los hijos se hayan marchado a otro país, y da igual que la sangre haya bordado
una rosa en el asfalto. El dolor se manifiesta como álgebra, una función devastadora.

Qué juventud derrotada por los hechos, por la autenticidad de la materia, que ya no vuela alto
ni se reinventa, se derrama como un manantial oscuro. En el crimen está la voluntad,
los brazos en cruz, la voz encallada entre lamentos. Ahora el mar tiene la culpa de separarse y separar, de ser frontera,
ruta caníbal. Jordan ha llorado: ¿por quién? Sus lágrimas
de lluvia calaban como la lluvia del verano, con la misma suavidad, el mismo atrevimiento.

Su verbo actúa en represalia, domina las insinuaciones –ya vuela alto–,
surte efecto. Ha prometido una flor además del canto, además del baile que susurra su romance a las estrellas,
ganchos para un sueño gigante, obras de esperanza. Con su promoción
de canallas, su procesión de luto. Profesar, rezar por lo que sea que ya no ha de volver.

La violencia se muerde las uñas, se despelleja y sangra a pesar de los pájaros que increpan y los gatos que suman
su aspereza. Un jirón de humaredas neumáticas recorre la potestad de la altura,
voltea ideales corruptos que pasaron por líneas del poema y se hacían pasar por largos
credos, novedades de espíritu que apenas inflamaban la garganta. Tanto fuego en un cubo de basura, dentro de la noche,
al raso, como se debe crecer en esta tierra.

Asomado el poeta a su ciego balcón viendo detenerse el penúltimo autobús del sueño, un radio blanco
como el papel, un rastro de vergüenza entre mariposas muertas, ¡qué elocuencia! La marea que sube,
ahoga y cierra el puño sobre algún cuerpo, sobre otro cuerpo. Y el verso que respira su edad de cien mil años.

Jordan, divina ante el espejo, extensa en el poema extenso, siempre a falta de una palabra
lisa y real, casi real. Los árboles intocables ahora, los gorriones sinceros, las manos quietas, justas,
alumbrando el detalle que sabrá valorar la gran naturaleza.
Qué extraña la gente –ha pensado–, enterrada en el silencio de su alegoría, estática de puro movimiento,
malvada a fuer de estética, cruel por no decir que firme y consternada, y no decir ¡qué flor en el desierto! Y no decir.




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