domingo, 27 de marzo de 2016

ruido es ciudad


Duerme la ciudad bombardeada. Entre las ruinas, Jordan susurra una plegaria. Si no piensas en ella…
De vuelta al parque central, la hierba alta. Oh, palomas gruesas,
enloquecida orquesta, plumas ardientes, vacuas. La vacuidad del contorno, el infinito, la vanidad de los enamorados
que lo fueron. La luna frunce un millón de olas, su frente máxima,
sopla tormentas de oro en el desierto. En el parque nada ha vuelto a ser igual. Nada es igual.
Las chicas apedrean sombras diferentes, roban en distintos edificios. Ellas se ríen
del poeta que es tan débil, que se las compone y pasa hambre cada vez que graniza en el jardín.
Se ríen del hogar austero que desluce, que no puede llamarse la casa de alguien, donde el humo
funciona como falsa atmósfera y la humedad se filtra en los mosaicos. Hay en la casa un suelo de listones abiertos
en los que florece la miseria. Personas como hongos entran y salen sin tocar el timbre.

Ahora no se puede dormir. No se puede vivir. Vivir es para los tibios, civiles asentados en su reino
familiar, príncipes enlatados. Ellas mejor se mueren de repente, con discreción,
sin que suenen las sirenas ni las cruces ausentes se propaguen y prohíjen la destrucción del gueto, la peste en el distrito.
Las trompetas desafinan como si fuese ayer y el jazz continuase fraguando su protesta. El piano
sigue autodestruyéndose todas las noches cuando silban las doce y la carroza
del cuento se convierte en un remolque cargado de diamantes.

Jordan ha asimilado el cuadro; le gusta pintar. Dibuja estoicos sombreados, ligeras bocas de incendios de las que brotan
chorros inhumanos, curvas lógicas para deleite de las mentes puras. Y los críos franquean la puerta del dolor
hacia la fresca inmovilidad de los blancos surtidores. Trazos flamencos, lúcidos y vulgares: el cuerpo
femenino de aquel árbol intocable, la proeza del gorrión en la distancia. El parque, a la vez –esta vez–, fosiliza
el silencio, se nutre de una mortandad de vívidos consejos, vidas hechas a imagen de una gloria pesada,
ordalía de pecados sin nombre. Al papel en blanco, llega la calma; tiene algo de guerra, también parece una fiera sombría.
La solemnidad del color amanece en los márgenes, dobla su esencia en las paredes quemadas hace un siglo,
disfruta de este negocio entre pares: una gota de lluvia o una lágrima.

Ruido es ciudad. Pero entonces el ruido era un antídoto bastante caro. El rap imponía condiciones
a la música, dominaba los aires y los ángeles precisaban de un hueco en la madera, un libro compacto para eludir el invierno,
la caverna mística que permite al eco revestir su desgaste de esperanza. El rap se abotonaba la levita,
levitaba como reconstruyendo la trayectoria de las últimas balas. Otro tiroteo en paz, otra invasión de azules
antes del púrpura germinal y auténtico. Leves tobillos adecuados a la danza; la nieve en prosa
de los fusiles automáticos descargando su acento lacerante en la cazuela del odio.

Algo se disuelve en la materia, por detrás de los biombos, entre medicamentos inútiles. De improviso,
la cantidad de las bombas que caen como rosales o cerezas. Si acaso alguien llevase el traje nuevo, recién comprado
para qué ocasión desperdiciada, si alguien llevase el vestido rojo y el niño saltase en sus zapatos negros de charol
brillante; sería la sangre otra sangre, otra manera de morir se abriría paso, tan diáfana, y los perros
olfatearían el desastre con la debida introspección. Quizás los lirios habrían ganado la batalla a la belleza
definitivamente.




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