viernes, 14 de octubre de 2016

el aura


Secretos como dunas de arena universal. Este es el secreto de la soledad: un cielo
bombeando su ignorancia sobre la conciencia. Supongamos que desciende, hecha de sabor oscuro,
sin criterio, un alma verificable, espíritu dinástico, que traslada su baúl de certezas y todo el peso
de su corazón a prueba de silencio, desembarca así sobre la pura roca para dolerse con la fibra del cristal,
emprender la búsqueda. Es la palabra nueva, el acertijo fútil; como sonarse la nariz y darse aires de princesa,
dictar tres leyes necesarias y un testamento creativo; superar la pobreza que crece con el viento
y se propaga, necia, por los callejones distribuidos en la tierra: Dogma y sucesión.

Ella dialogaba con tal fuerza, tal vigor imprimía a su demanda. Desconcertada en el mundo. El cromo que te falta,
la cruz que asombra, llama que desenchufa el bosque. Los árboles querían una reina, alguien sobrenatural,
dispuesta a lo mejor de su dulzura. Un ciprés enviado por el suelo, santo de raíz, lamentablemente muerto
como todos los cipreses, encajado en su coraza espacial. ¡Que si hablaba! Fechas, reivindicaciones laborales,
órdenes superiores, tal vez, del mismo firmamento, firmadas y selladas por Homero, Demócrito, el impasible Ulises.

Los ángeles comportan una serie de obligaciones. La primera es creer. Doble o nada, el ángel resiste la comparación,
se descalifica, usa la parte humana de su parte y juega, el azar es su promesa. Falsifica la historia del tiempo,
protesta contra el desencanto, da clases de poética desde los barracones. Ha recorrido el campo antes del campo,
antes de la memoria ha olvidado su aliento. Su época es ahora y es poco cuidadoso con los números: ayer
fue hace una eternidad. Ella –ángel– se mueve elástica y fluida, va concluyendo donaciones, su físico atormenta
pero es una manera de estar en equilibrio. Por la noche, cuando la felicidad se adueña de la mente cansada,
aturde el ruido de las oraciones y la herejía funda su peligroso reino, sobre la crucifixión de las ideas se eleva
un pensamiento que antecede al de los héroes y desoye la rutina de los dioses.

Venid –exclama–, reyes derrotados, lánguidos poetas de orejas coloradas y vulnerables labios. Llega el poeta
y se define, rota como un satélite infinito, roto de norte a sur, de lado a lado devastado por el hambre, por el hombre,
por el aire que se asoma al precipicio de la razón. La respuesta suele comprender cierta lluvia de fuego, ese diluvio
corroído por la naturaleza dañina de las olas, el divino parecer de las gotas abiertas. Hay una plaza porticada,
arcos como ballestas asesinas, la celebridad del monasterio resignando su aurora a la fortuna, tierra de príncipes.
En toda la ciudad el fuego asedia, prohíbe la confianza, no es esperanzador ni denota el renacer pletórico del idealismo.

Como en vida, ella tan romántica, desnuda en el albero de sus pies descalzos, invitación al tacto de la hierba,
suave terciopelo de sus mejillas rosadas de misterio: un pecado venial. Oh, sucia materia infectada
de sangre, descubierta en sus pómulos, hincada en sus rodillas pérfidas. Qué delicada su forma, geometría
intacta, el acto de su propia muerte escenificado hasta el límite, transmitido por el Libro, recreado en mil cenas familiares.
La náusea transitando la cruz de los pulmones, esquivando cerezas y sordas profecías. Ente volador, trepador,
(tarde) encaramado al tren, sobrecogido en el vientre de la bestia, Job y Katerina, el bien y el mal haciéndose manitas
con los invasores. Esta es la poesía del triunfo sobre la espina, la victoria sobre el tesoro impío que fecunda los andenes,
traza el laberinto de la mina preñada de riquezas. Aquí aguarda el sacerdote con su túnica grasienta,
pero ha caído en desgracia frente a la claridad, el águila dorada que llama a los cadáveres por su nombre completo
y señala a los vivos con una sombra digna de su estrella.




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