viernes, 24 de marzo de 2017

el mar y la palabra


Jordan y su séquito de personalidades. Esta es la peligrosa
naturaleza de la naturaleza. El parque se masifica: 100 habitantes por kilómetro cuadrado,
incluyendo ratones y otros seres inferiores, sin contabilizar los pétalos, las figuras de hierba ni los electrodomésticos
adultos, el ancla de robots sostenida en vilo por el último edificio rutilante.

De cierto, los soportales son el mismo averno; por allí deambulan ambulancias sin chófer,
máscaras sin cuerpo, elefantes del circo y monos correosos,
también los chicos malos de una película sin dogma.

             Jordan finge una parada militar, cien hormigas con sus cascos
             de combate, 100 habitantes por centímetro visado. En el cubo del parque
             florecen los residuos y hay como una especie de cementerio
             de prestaciones sociales, existe una franja capital que engloba
             miles de hipotecas basura y un rescate bancario, un vertedero de entidades
             en quiebra simulada.

Todavía no hay naves espaciales ni Emily Fastson deslumbra con su endiablada autonomía mecánica
y su frescor alienígena. El ángel ha confundido, como suele, su lugar de aterrizaje y ha fiscalizado sus cuentas en la oficina
equivocada; en los archivos del distrito se encuentra un expediente motivado y decente con su nombre de pila
por triplicado ejemplar. El despegue consiguiente, la órbita, el misterio,
todo el control de la gravedad y sus pulcras pasiones, la quemazón artística
producida por un manto de silencio.

La verdad es que el tiempo dispara a quemarropa
y las chicas parecen monarcas absolutas embutidas en sus jeans de terciopelo y su inmortalidad,
princesas en un aeropuerto inexistente.

Aparece un árbol habitado por cada mil habitantes (por kilómetro aplicado), un solo árbol en el mapa
riguroso de la realidad trazado a vuelapluma por un ente abstracto con poco recorrido metafísico,
es decir, un dron defectuoso. La música ahora es un híbrido entre el recital adolescente y la pesadez intrínseca del corrosivo
metal; grandes altavoces jalonan los rápidos de la plaza que fue sobre el terreno, jalean
al artista transitivo, héroe de los microbuses.

             Jordan ha fondeado en la primera curva
             del enjambre, según se documentan la gloria enloquecida
             del ángel transparente, su corta primavera y su lujuria;
             así se continúa el desfallecimiento puramente pronunciado,
             deletreado por la sangre que corre hacia su público de monaguillos y estetas,
             reinas de la constancia y el apuro, hijas del humo ciego y la inconsciencia, divulgadores
             de espanto, lobos cómplices. Dueña de la mejor sonrisa del estado en cien millas a la redonda,
             sobre la rama del Olimpo, dentro del mar y la palabra.




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