viernes, 25 de agosto de 2017

veinteañera


Nadie habla de Jordan y su amor. Ese reducto. Se ha fortalecido el romanticismo a base de lluvia y de terreno,
hectáreas sombreadas por el agua, dominios consolados por la nieve,
granizo en las sienes divergentes de los sabios. El romance
impregna y desinfecta, es como una insolación entre paréntesis, un formidable correctivo.

Pero Jordan no tiene (novio), es un espíritu en parte,
prefiere remontarse a la forja de su condición
espontánea, comadrona del verbo y de la voz, suerte de poema en sus albores; no es que esté muerta,
solo algo rígida en su mortaja violeta. Parece que una tumba fue cavada al pie de la frontera
y los huesos allí la condujeron y entre tantas verdades halló paz –un cementerio bárbaro,
rebosante de córneas y de insectos (y sin agua potable). El verso tramaba contagios, dilaciones, abusaba de su impronta,
tan cercano a la caricia, tan remiso al desatino y el halago, tan e(s)téreo.

Porque en la luz hay parque, firmes extensiones organizadas en torno a un beso suburbial, una caída de ojos, un gesto
olvidadizo, y en la punta de la lengua cabe mucho amor. Las palomas son testigos
incómodos, mejor la misma ardilla de la semana anterior, aquella que aprendiera nuestros pasos de ballet
(sobre la hierba), el rústico acento del humo refinado, la distraída virtud de un sabor en la memoria.

Jordan ha sorprendido con una función poderosa, veinteañera,
no de onda, más somnífera, dilapidada entre dosis extra y dosis mixta de vicodina y orfidal, vestigio de una diáspora
vacante. A la entrada del templo, la caja registradora y una pareja de clones
ciclados y risueños. El ángel custodio y su rémora de destripaterrones, la canalla que abruma los escaparates
de todo el sur hasta San Diego y más allá, donde South Presa se redime o se arrebuja o pierde el nombre
propio y se transforma en una pesadilla independiente.

El parque se ha movido un centímetro en el mapa y ya está pegando a la hija única ciudad de Dickens.
Ahora resulta que cada país del mundo tiene su colonia de Los Ángeles (unas más céntricas que otras) y todas son
profundos pozos de maldad, paraísos y pensiones infectas para turistas desaprensivos,
ladrones y personal del aeropuerto. Todas tienen su gatito en el árbol y su perro policía,
incluyen semáforos y una estación termini por la que no es recomendable aventurarse. Ahora, Jordan
sueña que se ha enamorado, pero no tiene adónde llevarse su tormento
y sus lágrimas no encuentran a quién pedir perdón por la alegría.



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